sábado, 18 de junio de 2011

Una epidemia de melancolía en la ciudad

Desde que se habían mudado no había vuelto al lugar donde aterrizó nada más llegar a la ciudad. El viaje en autobús era largo y dio para hablar de todo, también para evocar recuerdos, demasiado buenos, quizás demasiado idealizados por ser pretéritos, y con la misma rapidez que de pronto inundaron su cerebro, una cortina húmeda empapó sus ojos. Al notarlo, a su acompañante, siempre tan proclive a mimetizarse con la desgracia, se le enrojecieron los ojos. Se produjo un momento incómodo y cada una comenzó a mirar hacia otro lado hasta que las dos chocaron con la imagen de una mujer, sentada enfrente de ellas en el colectivo, que también lloraba. Se miraron y se preguntaron si habría sido también por puro contagio. La mujer continuó llorando discretamente todo el viaje, mientras contestaba los mensajes de texto que llegaban continuamente a su celular. Mal de amores, no había lugar a dudas.
 El autobús siguió avanzando, ya ni tan solo hablaban, sólo miraban por la ventanilla. Cada rincón de esa ciudad, directa o indirectamente, le recordaba a él, le sabía a él, le olía a él… al fin y al cabo los había conocido prácticamente a la vez y no sabía cómo desvincularlos.
Casi al final del trayecto vieron pasar a otra mujer que caminaba por la vereda y lloraba sin ningún disimulo. Parecía como si una epidemia de melancolía hubiera invadido la ciudad.
 Llegaron a lo que alguna vez llamaron casa y sí, los recuerdos estaban allí, pero no resultaron tan punzantes como había creído durante el viaje. Comenzaron a grabar. Todo estaba en orden en su cabeza, hasta que, desenroscando la húmeda hamaca guardada desde el verano, cayó de su interior un calcetín negro que hacía tiempo que había dado por desaparecido. Indudablemente era el suyo, los atigrados pelos de Otto seguían allí aún después de tanto tiempo, como una sonrisa burlona de su pasado. 

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