miércoles, 22 de junio de 2011

Convertirse en piedra

Hace unos días recibí un aviso de la llegada de un paquete que hacía semanas que esperaba. Tuve que aguardar hasta el martes siguiente, pues el lunes se celebraba un extraño día en Argentina: el día de la bandera (en el que curiosamente vi menos banderas ondeando que en cualquier día patrio). Sorprendida y a la vez feliz de que en el aviso indicara una dirección cercana para retirarlo, en vez de en el otro extremo de la ciudad, como preveía, fui a primera hora a la oficina del Correo Argentino del barrio. Después de esperar paciente a mi turno, la empleada de correos, indolente a mi cara de frustración cambió mi papelito por otro similar donde se indicaba que tendría que ir a buscar el paquete en la oficina que sospechaba desde un principio. Resignada, fui hasta la parada más cercana del subte, tomé dos líneas diferentes, caminé unas cuadras y llegué a mi destino, donde, me pareció que había menos luz de lo normal y muchísima menos gente esperando de lo habitual. Sólo dos personas delante de mí, algo completamente insólito. Tras la corta espera el empleado de turno me informó que el suministro eléctrico estaba cortado, al menos, hasta las tres de la tarde. Me armé de toda la paciencia que los países del Este de Europa me han surtido en abundancia durante los últimos años, me senté en un banco, saqué un libro de la mochila y me dispuse a esperar estoicamente las tres horas que faltaban para que volviera la corriente. Tan solo salí del profundo estado sopor que me produjeron la escasez de luz y la insulsa novela cuando oí a otro funcionario decir que en realidad quizás no se reanudaría el servicio hasta las cinco, precisamente la misma hora a la que se cerraba la oficina. Deshice el camino andado y volví a casa, otra vez resignada.
Al día siguiente volví a la oficina de correos del otro extremo de la ciudad, todo parecía en orden, salvo que se había acumulado el doble de gente por el incidente del día anterior. Saqué un número de la maquinita y de nuevo resignación, tenía más de cien personas delante de mí. De nuevo banco, por suerte, y libro insulso. Llegó mi turno, otro funcionario cambió mi papelito por otro nuevo y me ordenó pasar a la siguiente sala, atestada de gente, donde sólo unos pocos tuvieron la suerte de encontrar asiento. El resto se dividía en tres grupos: los que acababan de llegar, todavía de pie, los que se habían cansado de estar de pie y se sentaban discretamente apoyados contra la pared, y los que se habían cansado de estar sentados discretamente apoyados contra la pared y se habían acabado echando en el suelo, donde  incluso algunos dormitaban. Al ver el panorama, saqué mi insulso libro de la mochila de nuevo y comencé a leer apoyada en la pared, tras un rato me senté de cuclillas, cuidando la postura por  ir vestida con una falda, y finalmente a pierna suelta en el suelo, olvidándome de la falda y de todo lo demás. Acabé el libro que llegó a la oficina de correos mediado,  escuché música con sólo un auricular (no fuera a ser que se me pasara el número), bostecé, tuve todo tipo de pensamientos absurdos, observé a la gente, escuché conversaciones ajenas… mi paciencia, que creía infinita, se empezaba a agotar cuando justo un cuarto de hora antes de que la oficina cerrase, una voz que cantaba desde un altavoz números no correlativos como si estuviéramos en un bingo dijo, por fin, el mío.
Cuatro horas después de haber llegado, en el preciso instante que comenzaba a llover a cántaros, me encontraba saliendo de la oficina de correos con una caja inmensa  y completamente inmanejable. Tengo que confesar que después de haber perdido medio día entre espera y espera tuve la tentación de dejarla en el primer charco que me crucé.  
Pensaba que lo había visto todo en cuanto a burocracia pero lo de Europa del Este no resultó más que un mero entrenamiento para esto.

1 comentario:

  1. El tiempo no corre igual en todos los sitios, y mi pequeña experiencia en America, sobre todo en Guatemala, es que a veces, ni siquiera corre

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