lunes, 27 de junio de 2011

Sobre el difícil manejo de las infidelidades en la nueva era

Cuando C le contó a N que, después de haber sido víctima de una sarta de mentiras, se había sentido en todo el derecho de rebuscar en el correo electrónico de su ex más respuestas a miles de preguntas sin responder, N confesó a C haber aprovechado la más mínima ocasión para leer los mensajes de texto que su antiguo amante intercambiaba con su ex mujer.
Unos meses más tarde, justo unas semanas después de que hubieran despedido a C por un chat que F se dejó abierto en el que ambas criticaban sus pésimas condiciones laborales, M escribió a C contándole lo traicionada que se había sentido cuando, casualmente, había encontrado una comprometida conversación privada entre su actual pareja y su ex novia. Leyendo el mensaje, a C se le vino a la cabeza el matrimonio P, que se rompió tan sólo diez días después de la celebración a causa de una situación prácticamente idéntica.
Mientras S escuchaba a C hablar sobre todas estas rocambolescas historias, abrió su laptop con la esperanza de que el novio al que había dejado hacía unos meses no hubiera cambiado la contraseña de su Facebook y así poder descubrir por quién había sido sustituida, pero él ya la había modificado y el sentimiento de frustración de S al ver vetado el acceso a su intimidad fue mucho más fuerte que los remordimientos de conciencia por haberlo intentado.
Entre tanto, C recordaba con cierta autocompasión cómo se le cortaba la circulación por unos segundos cada vez que las actualizaciones de su red social le escupían en la cara un nuevo contacto de sexo femenino de su último amante y pensaba en que, probablemente, su ex debía de tener una extraña sensación cada vez que ella publicaba una fotografía de un nuevo torso masculino desnudo en su blog, del que era un fiel seguidor.

jueves, 23 de junio de 2011

Monólogos ebrios

“Hoy tengo unos pelos de zorra que no sé qué hacer con ellos”
Monólogo ante un espejo escuchado en el lavabo de un boliche porteño a altas horas de la madrugada

miércoles, 22 de junio de 2011

Convertirse en piedra

Hace unos días recibí un aviso de la llegada de un paquete que hacía semanas que esperaba. Tuve que aguardar hasta el martes siguiente, pues el lunes se celebraba un extraño día en Argentina: el día de la bandera (en el que curiosamente vi menos banderas ondeando que en cualquier día patrio). Sorprendida y a la vez feliz de que en el aviso indicara una dirección cercana para retirarlo, en vez de en el otro extremo de la ciudad, como preveía, fui a primera hora a la oficina del Correo Argentino del barrio. Después de esperar paciente a mi turno, la empleada de correos, indolente a mi cara de frustración cambió mi papelito por otro similar donde se indicaba que tendría que ir a buscar el paquete en la oficina que sospechaba desde un principio. Resignada, fui hasta la parada más cercana del subte, tomé dos líneas diferentes, caminé unas cuadras y llegué a mi destino, donde, me pareció que había menos luz de lo normal y muchísima menos gente esperando de lo habitual. Sólo dos personas delante de mí, algo completamente insólito. Tras la corta espera el empleado de turno me informó que el suministro eléctrico estaba cortado, al menos, hasta las tres de la tarde. Me armé de toda la paciencia que los países del Este de Europa me han surtido en abundancia durante los últimos años, me senté en un banco, saqué un libro de la mochila y me dispuse a esperar estoicamente las tres horas que faltaban para que volviera la corriente. Tan solo salí del profundo estado sopor que me produjeron la escasez de luz y la insulsa novela cuando oí a otro funcionario decir que en realidad quizás no se reanudaría el servicio hasta las cinco, precisamente la misma hora a la que se cerraba la oficina. Deshice el camino andado y volví a casa, otra vez resignada.
Al día siguiente volví a la oficina de correos del otro extremo de la ciudad, todo parecía en orden, salvo que se había acumulado el doble de gente por el incidente del día anterior. Saqué un número de la maquinita y de nuevo resignación, tenía más de cien personas delante de mí. De nuevo banco, por suerte, y libro insulso. Llegó mi turno, otro funcionario cambió mi papelito por otro nuevo y me ordenó pasar a la siguiente sala, atestada de gente, donde sólo unos pocos tuvieron la suerte de encontrar asiento. El resto se dividía en tres grupos: los que acababan de llegar, todavía de pie, los que se habían cansado de estar de pie y se sentaban discretamente apoyados contra la pared, y los que se habían cansado de estar sentados discretamente apoyados contra la pared y se habían acabado echando en el suelo, donde  incluso algunos dormitaban. Al ver el panorama, saqué mi insulso libro de la mochila de nuevo y comencé a leer apoyada en la pared, tras un rato me senté de cuclillas, cuidando la postura por  ir vestida con una falda, y finalmente a pierna suelta en el suelo, olvidándome de la falda y de todo lo demás. Acabé el libro que llegó a la oficina de correos mediado,  escuché música con sólo un auricular (no fuera a ser que se me pasara el número), bostecé, tuve todo tipo de pensamientos absurdos, observé a la gente, escuché conversaciones ajenas… mi paciencia, que creía infinita, se empezaba a agotar cuando justo un cuarto de hora antes de que la oficina cerrase, una voz que cantaba desde un altavoz números no correlativos como si estuviéramos en un bingo dijo, por fin, el mío.
Cuatro horas después de haber llegado, en el preciso instante que comenzaba a llover a cántaros, me encontraba saliendo de la oficina de correos con una caja inmensa  y completamente inmanejable. Tengo que confesar que después de haber perdido medio día entre espera y espera tuve la tentación de dejarla en el primer charco que me crucé.  
Pensaba que lo había visto todo en cuanto a burocracia pero lo de Europa del Este no resultó más que un mero entrenamiento para esto.

martes, 21 de junio de 2011

"comprendió que se equivocaba al creer que para volver a empezar bastaba con dejarse caer y tocar fondo"
Amores en fuga. Bernhard Schlink

Una proposición bicondicional


Un clavo saca otro clavo si y sólo si la longitud del segundo clavo supera el ancho de la tabla.
(y no fue el caso, sino más bien todo lo contrario: sólo conseguí hundir el primero todavía más adentro)

Calle 13 - Baile De Los Pobres

sábado, 18 de junio de 2011

Una casa para todos

Una epidemia de melancolía en la ciudad

Desde que se habían mudado no había vuelto al lugar donde aterrizó nada más llegar a la ciudad. El viaje en autobús era largo y dio para hablar de todo, también para evocar recuerdos, demasiado buenos, quizás demasiado idealizados por ser pretéritos, y con la misma rapidez que de pronto inundaron su cerebro, una cortina húmeda empapó sus ojos. Al notarlo, a su acompañante, siempre tan proclive a mimetizarse con la desgracia, se le enrojecieron los ojos. Se produjo un momento incómodo y cada una comenzó a mirar hacia otro lado hasta que las dos chocaron con la imagen de una mujer, sentada enfrente de ellas en el colectivo, que también lloraba. Se miraron y se preguntaron si habría sido también por puro contagio. La mujer continuó llorando discretamente todo el viaje, mientras contestaba los mensajes de texto que llegaban continuamente a su celular. Mal de amores, no había lugar a dudas.
 El autobús siguió avanzando, ya ni tan solo hablaban, sólo miraban por la ventanilla. Cada rincón de esa ciudad, directa o indirectamente, le recordaba a él, le sabía a él, le olía a él… al fin y al cabo los había conocido prácticamente a la vez y no sabía cómo desvincularlos.
Casi al final del trayecto vieron pasar a otra mujer que caminaba por la vereda y lloraba sin ningún disimulo. Parecía como si una epidemia de melancolía hubiera invadido la ciudad.
 Llegaron a lo que alguna vez llamaron casa y sí, los recuerdos estaban allí, pero no resultaron tan punzantes como había creído durante el viaje. Comenzaron a grabar. Todo estaba en orden en su cabeza, hasta que, desenroscando la húmeda hamaca guardada desde el verano, cayó de su interior un calcetín negro que hacía tiempo que había dado por desaparecido. Indudablemente era el suyo, los atigrados pelos de Otto seguían allí aún después de tanto tiempo, como una sonrisa burlona de su pasado. 

jueves, 9 de junio de 2011

Ficciones de ficciones


Dos actores fingen representar una obra de teatro para la prensa. Durante cinco minutos actúan en la ficción de una ficción.
Visiblemente incómodos por este doble esfuerzo, al finalizar, preguntan a quienes registran su imagen sobre el escenario “¿Ya está?”. Al oír sus respuestas afirmativas respiran aliviados.  

martes, 7 de junio de 2011

Un mundo perfecto


Empresarios y políticos de henchidas barrigas acompañados de sus esposas perfectas, rubísimas, cenan copiosamente, mantienen conversaciones banales y ríen despreocupadamente mientras ven dramáticas imágenes en pantallas gigantes de personas con enfermedades terminales. Mientras tanto, el resto de los mortales les fotografiamos, cocinamos para ellos, limpiamos su basura, en fin, les servimos… Pero, esto es seguro, disfrutamos infinitamente más los deliciosos platos que cocinaron para ellos y nosotros  comemos medio a escondidas, deprisa, como con miedo a ser descubiertos en falta, en un rincón, sintiéndonos un poco ladrones, pero sintiéndonos secretamente bien por serlo de vez en cuando.

El Subte

Direcciones opuestas

Hacía meses que no se veían. Casi había conseguido olvidarle cuando un día esperando el Subte subió la vista del suelo y le vio en el andén de enfrente. La miraba y sonreía. Ella enrojeció. Mucho más aún cuando se dio cuenta de que se había puesto colorada.
Se quedaron mirándose con cara de idiotas. Pensó en hablarle pero le pareció ridículo, la distancia era demasiado grande, todo el mundo les oiría, ni tan sólo sabía qué decirle. Él hizo un amago de decirle algo, pero también debió de parecerle ridículo porque cerró la boca y siguió mirándola.
 Atravesar las vías era una locura, ir a su encuentro aún más. Así que continuaron mirándose como idiotas hasta que llegaron, uno por cada lado, en direcciones opuestas, sus trenes. Dudó unos instantes, pero finalmente subió. Si no, llegaría tarde al trabajo.
Sólo cuando el tren arrancó recordó que pocos días después de la despedida había borrado su número de teléfono, su correo electrónico, todo. Y se moría por volver a verle.

lunes, 6 de junio de 2011

Sudan y se llaman "cariño" el uno al otro
contratan adivinas que mienten
enmarcan fotos de los niños a los que han mandado lejos
tutean al viejo camarero negro
contratan orquestas de R & B descafeinado y les piden que toquen con guitarra acústica
ponen expresiones ceñudas si alguien habla de bañarse desnudo
se confiesan ante todo aquel que quiera escucharles
todos tienen su “más antiguo y querido” amigo
que generalmente es aquel con quien más se han confesado
detestan que les digas “feliz cumpleaños”
les encanta que haga tantísimo tiempo que no te habían visto
inmediatamente se van con el siguiente
su soledad está cubierta de muecas sonrientes
su soledad se ahoga bajo un círculo de “amistades”
Crónicas de motel. Sam Shepard

Máquinas de hacer fotos


De lunes a viernes paso siete horas sentada delante de un monitor procesando fotos que seguramente sus autores detestan, de gente que probablemente aborrecen.
Durante estos mismos días alguien procesa las fotos que tomo yo sábados, domingos y festivos a los hijos de los padres con peor gusto de la ciudad.
Puntualmente también hago fotos que detesto de gente que aborrezco y más tarde, en el mismo monitor, las proceso yo misma.
Me resulta divertido. Quizás me esté convirtiendo en uno de ellos.

domingo, 5 de junio de 2011

Una película sin desenlace

A veces las historias terminan como si una mano invisible cortara de un tijeretazo en seco el rollo de película en plena trama.
Sus protagonistas se despidieron con un beso y una sonrisa hasta dentro de unas horas e inmediatamente comenzaron a actuar en películas diferentes.
Los espectadores se quedaron con la boca abierta durante unos minutos. Poco a poco fueron saliendo confundidos, desconcertados, de la sala de proyección.
Y ya fue.