Siete meses sufriendo el más dulce síndrome de Estocolmo.
Encerrada en mi zulo. Condenada a regresar mentalmente a cientos de lugares que he visto en una de mis anteriores vidas y a otros muchos en los que nunca he estado ni estaré.
Mientras escribo, siento la implacable mirada de mi raptor, un hermoso e histérico travesti de ojos castaños que unos días me promete amor eterno y otros asegura odiarme desde lo más hondo de sus entrañas.
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