lunes, 8 de agosto de 2011

Natalia

El marido de Natalia se fue a hacer las Américas dejando en un pequeño pueblo de Asturias la mayoría de sus ya escasas pertenencias y un sinfín de promesas. Natalia se quedó sola con sus  diecisiete años, una hija de un año –Socorro-, y una burra.
Durante largos años Natalia viajó a lomos de su burra a los pueblos de los alrededores vendiendo avellanas en las ferias, mientras esperaba algún tipo de noticia de su marido emigrado, pero las noticias nunca llegaron.
Los años pasaron, Natalia seguía vendiendo avellanas por las ferias y Socorro fue creciendo a la sombra de un padre ausente sin excesiva alegría. A muy temprana edad Socorro se casó y la nueva pareja mandó construir una casa con baño en el interior (un despropósito según los vecinos, pues todavía no había agua corriente en la zona) cuya planta baja la ocupaba una tienda de ultramarinos que regentarían Natalia y Socorro hasta que el cuerpo no les dio para más. Fue entonces cuando se fueron a vivir a la ciudad cercana. Después de aquello  Natalia apenas volvió a salir a la calle.
Sólo recuerdo una vez, siendo muy pequeña, que mis abuelos la llevaron a la playa donde estábamos pasando el día toda la familia. Con sus tupidas medias y su vestido negro no llegó a bajar a la arena, se quedó mirándonos desde lo alto del muro de Gijón. La recuerdo como una de las imágenes más extrañas de mi infancia.
Su charla era imparable, su fuente de historias del pasado inagotable y su pelo larguísimo y amarillento por el agua oxigenada que se echaba a escondidas, siempre lo llevaba recogido en un apretado e inmaculado moño que su hija le hacía cuidadosamente cada mañana, invariablemente entre riñas, que continuaban durante todo el día. Nunca la vi comiendo otra cosa que no fuera maicena. Debía de pesar 40 kilos y no llegaba al metro cincuenta, pero la energía no la abandonó hasta muy cerca de la centuria.
Habían pasado más de ochenta años, pero Natalia seguía llorando cada vez que aparecía en televisión un avión cargado de españoles ancianos que no habían vuelto de Cuba desde que habían emigrado (era la época de las vacas gordas de España – o mejor dicho, de las vacas hormonadas- , cuando el Gobierno español todavía podía permitirse ese tipo de lujos). Natalia se acordaba de su Alfredo y lloraba amargamente enfundada en su bata negra. Sus lágrimas no eran de rencor, no eran de amargura por el abandono, por su difícil vida, por toda una vida eclipsada por una incógnita… eran de verdadera pena porque su Alfredo no estaba entre los recién llegados.
Pocos años de que muriera, unos barmans cubanos fueron al pueblo, ya no tan pequeño, en donde mis padres tomaron el relevo de la tienda de ultramarinos al poco de nacer yo. Mi madre, siempre tan cautivada por todo lo cubano, comenzó a hablar con ellos y les contó la historia de aquel misterioso bisabuelo que nunca volvió de Cuba. Cuando les dijo su nombre y apellidos, uno de ellos dijo conocer a un hombre que respondía a ese nombre que tenía más de cien años y una descendencia, entre hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, probablemente también superior a la centena. A mi madre se le puso la piel de gallina pero decidió no contárselo nunca a su bisabuela. Para la poca vida que le quedaba, mejor que la acabara llorando de pena que no de rabia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario