domingo, 14 de agosto de 2011

La liturgia empieza tan puntual que parece que estamos en otro punto del planeta. El pope comienza a dar la misa a los pocos fieles que ya han llegado. Poco a poco, la gente va llegando, ellas con el pelo tapado, ellos con la cabeza descubierta. Los niños corretean entre la gente que se persigna y se arrodilla ante el pope una y otra vez, juegan, gritan, intentan tirar una imagen ante la expresión horrorizada de sus madres. La gente cuchichea, la mayoría en ruso. El pope sigue, inmutable, leyendo, rezando, cantando.
Somos extraños, lo saben, no nos conocen, nos observan, no somos de la comunidad, sino ya nos habrían visto antes, sino ya sabríamos que no se puede asistir a una misa ortodoxa con una mochila en la espalda.
Una mujer se nos acerca al final de la misa y nos pregunta con un evidente acento porteño si somos ortodoxos. Nos agradece el respeto que mostramos por sus costumbres, especialmente por el pañuelo y la "pollerita" que llevo puestos. Precisamente ella, la única que lleva el cabello descubierto de toda la iglesia.

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