miércoles, 17 de agosto de 2011

“Ha llegado a Hispaniola. Está sudando, el corazón acelerado. Pasa un doble río de autos, camionetas y camiones por la avenida George Washington y le parece que todas llevan la radio encendida y que el ruido le reventará los tímpanos. A ratos, de algún vehículo asoma una cabeza masculina y un instante los suyos se encuentran con unos ojos varoniles que le miran los pechos, las piernas o el trasero. Esas miradas. Está esperando un hueco que le permita cruzar y una vez más se dice, como ayer, como anteayer, que está en tierra dominicana. En New York ya nadie mira a las mujeres con ese desparpajo. Midiéndola, sopesándola, calculando cuánta carne hay en cada una de sus tetas y muslos, cuántos vellos en su pubis y la curva exacta de sus nalgas. Cierra los ojos, presa de un ligero vahído. En New York, ya ni los latinos, dominicanos, colombianos, guatemaltecos, miran así. Han aprendido a reprimirse, entendido que no deben mirar a las mujeres como miran los perros a las perras, los caballos a las yeguas, los puercos a las puercas.”
Mario Vargas Llosa. La fiesta del chivo

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