miércoles, 28 de septiembre de 2011

Amores sucios

No podía dejar de mirarle. Esa boca a la que le faltaba un diente, sus uñas sucias, los ojos que parecían querer salir de sus cuencas, las cejas enormes y negrísimas, un cuerpo desgarbado de poco más de setenta kilos distribuidos a lo largo de casi un metro noventa, su cara surcada por el tiempo. Y sin embargo, cada vez que abría la boca para poner en evidencia su inmenso despiste, a ella se le retorcía el corazón.  Quizás porque imaginaba un ser siniestro,  un trágico pasado llena de historias terribles, un degenerado con el cerebro lleno de las más complicadas perversiones. Por momentos sentía que amaba a ese desconocido. Era tan feo que resultaba hermoso.  Y él ni tan solo se dignaba a mirarla.
Su mayor virtud era el tesón. Hacía lo posible por estar cerca de él, por provocar una conversación, una mirada… Hasta que un día él cayó en la cuenta de su marcado acento extranjero y le hizo la pregunta que abría todas las puertas “¿De dónde sos?”. Durante unos minutos el mundo ajeno a ellos dos se evaporó, se levantó un alto muro de hormigón que los separaba del resto. Ya no había nadie a su alrededor, los ruidos cesaron, los otros olores desaparecieron.
Charlaron sobre nimiedades, se preguntaron por sus vidas. Por fin descubrió su nombre (en realidad, no podía ser otro) y se destapó esa parte misteriosa con la que tanto había fantaseado: le confesó que estudiaba en una escuela bíblica y después de un año se convertiría en pastor evangelista. Ella no pudo evitar una sonora carcajada. Más que del descubrimiento se reía de sus fantasías, tan alejadas de la realidad (aunque quizás no tanto). Él la miró con ojos interrogantes, extrañados, como siempre muy serio, y a partir de ese momento ya no apartó su mirada de ella hasta que se separaron en la estación.
Se subió al vagón y, ya sin poder contenerse más, estalló en ese tipo de risa que sólo brota cuando nos damos cuenta de cuán estúpidos podemos llegar a ser. Y a la vez se dio cuenta de que, una vez más, el desengaño no extirpó la ilusión, sino que no hizo más que darle rienda suelta.  

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